Doroteo sintió cuando el primer gusano le brotó del hígado. Llevaba muerto siete días pero nadie le había avisado. En su mente la vida y la muerte eran la misma cosa: una masa tibia qué habita entre la nada.
Y la de él, la masa, la vida, seguía tan tibia como siempre. Y aunque ya no le era posible articular palabra o ejercer movimiento, era consciente de su putrefacción irreversible.
Ahora yacía ahí, sin acción ni sueños. Existiendo por existir, tal y como hizo los 37 años que pasó en vida, la otra vida, la previa; esa en la que tampoco hizo nunca nada.






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